domingo, 18 de junio de 2017

Ella

Una mañana la conocí.
Recuerdo muchos momentos de aquel día. Cuando la vi pasar. Cuando vi su primera sonrisa. Cuando me acerqué a saludar. Cuando me pidió que la filmara. Cuando iba a la impresora y la empezaba a mirar de reojo.
Siempre los primeros días son así. No sabes quién es. Mueres por descubrirlo. Y empiezas a darte cuenta de todos los puntos que conectan sus vidas.
Quizás empezaba a ser evidente. Más de una persona me lo dijo. “Oye, no a cualquiera miras con esos ojos”. Sí, tenían razón. No a cualquiera.
Empezaron meses de mucha complicidad. De varias historias que conocimos y que sin alejarnos, marcaban distancia entre los dos. Había confianza. Y más de una vez, minutos divertidos que podría recordar una y otra vez. Conversaciones y miradas ocultas después del almuerzo. Risas y café al paso cuando terminaba el día. Para la suerte del destino, otras historias terminaron con el tiempo.
Llegó el día en que pudimos ser uno. Mirarnos a los ojos y decirnos las cosas sin necesidad de frenar. Iniciaron semanas de felicidad interminable, que por algún motivo parecería un sueño.
Sucedieron muchas cosas con el tiempo. Viajes, accidentes, bajadas de batería, playa, cenas, muchas primeras veces, largas conversaciones y descubrir cómo se siente amar. Eso último no estaba planificado. Llegó sin saludar y para quedarse. Para motivar a lo bueno de mí a despertar y prometernos que las noches siempre debían terminar bien.
Alguna vez nos hicimos daño. Infinitas veces nos dimos amor. Descubrimos mil formas de disfrutar con pasión y empecé a escribir una historia sin página final.
Al poco tiempo nos comprometimos. Juramos ir rápido porque nos hacía felices. A eso lo bautizamos como “all in”. Muchos pensaban que corríamos y en verdad lo hacíamos, pero no nos importaba los demás. Porque ambos lo teníamos claro. Los días no pasan en vano. Hacen que el amor se acumule y se sienta mejor. Ese siempre fue el mejor ingrediente.
Viajamos muchas veces en nuestro afán de conocer el mundo. De llenar nuestros pasaportes y nuestro álbum de fotos. Las noches con ella eran interminables, pero sufríamos al separarnos. Hasta que decidimos casarnos. Dejamos de contar los meses y recortamos fechas para estar por fin juntos. Seguimos corriendo, como siempre. Dijimos sí y nos prometimos nunca dejar de soñar. Lo mejor estaba por llegar. Y llegó rápido. Fueron dos días diferentes. En menos de dos años éramos cuatro. Inseparables. Nos encantaba jugar en el piso. Reír en el parque. Hacer un campamento en la sala. Disfrazarnos y pintarnos las caras.
Descubrí que ser feliz era una decisión. Felizmente la encontré a ella en el mejor momento. Y me convencí que su amor era el complemento que necesitaba mi vida. Que lo mejor llegaría con el pasar de los días. Y si alguna vez las tardes eran grises, ambos encontraríamos los colores para pintar el arcoiris.
Nunca dejar de soñar. Nunca frenarse. Siempre querer más. Con ella a mi lado, no existe el punto final…